Ningún documento en la historia de la humanidad ha contribuido tanto a la protección y garantía de los derechos fundamentales como la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ésta es una reflexión sobre su origen, su naturaleza y su legado.

Poco antes de la media noche del 10 de diciembre de 1948, después de casi tres años de gestación, largas jornadas de negociación y deliberación, la Asamblea General del entonces recientemente constituida Organización de las Naciones Unidas, reunida en París, aprobó y proclamó la Declaración Universal por 48 votos a favor, ninguno en contra y con sólo ocho abstenciones.

 En ese instante dio inició un nuevo capítulo en la historia de la humanidad, se abrió un nuevo horizonte sobre el cual volvió a brillar la esperanza oscurecida años atrás por la penumbra de la segunda conflagración mundial y sus demenciales excesos.

Esa noche, en el recinto del Palacio de Chaillot —sede, entre otros, del Musée de l’Homme—, 56 Delegados de los 58 Estados integrantes en ese momento de las Naciones Unidas fueron protagonistas de un acontecimiento histórico, con un claro significado político y una profunda convicción moral: poner la primera piedra sobre la cual se alzaría, con grandes esfuerzos y en contra de muchos pronósticos, otro palacio —un templo, como lo llamaría René Cassin, uno de sus “padres fundadores”—, erigido en nombre de la dignidad y la autonomía de la persona humana, con el fin de albergar los valores fundamentales de libertad, igualdad, justicia, seguridad y fraternidad que, desde hace siglos, aunque con diferentes concepciones, orientan la conciencia jurídica de la humanidad.

Esa fecha marcó el inicio de un proceso de cambio histórico, a partir de un documento que concentra, de forma clara y sencilla —en 30 artículos y un preámbulo— los ideales y derechos básicos de las personas, consignados por una generación que vivió con crudeza los horrores de la guerra y la barbarie y que con determinación y empeño alcanzó en breve tiempo el consenso necesario para elevar su contenido a un postulado ético común de todos los pueblos y naciones; convirtiéndose en la simiente de un robusto ordenamiento jurídico que en su desarrollo progresivo ha construido un sólido andamiaje normativo con objeto de proteger y garantizar los derechos humanos frente a los Estados, los individuos, los grupos y la comunidad internacional en su conjunto: el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

Ningún otro documento de su naturaleza, antes o después, ha inspirado la imaginación, la acción y la transformación de tantas personas, organizaciones, pueblos y naciones a lo largo y ancho del mundo entero con el fin de salvaguardar los derechos y libertades fundamentales; ni ha sido traducido a más idiomas para llegar a la mayor cantidad posible de personas en su propia lengua.

Ninguno en su género ha sido más citado en las deliberaciones y resoluciones de las Naciones Unidas como compromiso de la comunidad internacional en la promoción y protección de tales derechos, ni ha establecido tan claramente el vínculo entre éstos con la paz y la seguridad internacionales, tal como se advierte desde el primer considerando del “Preámbulo” de la Declaración donde se destaca “que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos

los miembros de la familia humana”.

Es verdad que la Declaración Universal no fue el primer instrumento internacional en hacer alusión a los derechos y libertades fundamentales. Algunos años antes, en 1945, la Carta de las Naciones Unidas aludía ya a la importancia de los derechos humanos y anunciaba con ello el inicio de un proceso de análisis del tema por parte de la organización con miras a iniciar su desarrollo jurídico. Incluso con anterioridad, en la época de la Sociedad de las Naciones, se hicieron esfuerzos por reconocer algunos derechos fundamentales a personas y grupos minoritarios. De igual forma, meses antes de la aprobación formal de la Declaración Universal, la también naciente Organización de los Estados Americanos aprobó la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, como el primer catálogo internacional con pretensión de universalidad, aunque auspiciado por una organización regional.

Asimismo, siglos atrás, otras declaraciones y proclamas de derechos en el ámbito nacional tuvieron una evidente influencia histórica y constituyen un referente necesario; los “grandes textos del pasado” en palabras de Antonio Cassese:6 desde el “Cilindro de Ciro” del año 539 antes de Cristo, la Carta Magna de 1215 o el Privilegio General de Aragón de 1283, hasta la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, pasando por el Bill of Rights inglés de 1689, la Declaración de Virginia de 1776 y la Declaración de Independencia de Estados Unidos, de ese mismo año. De igual forma, muchas constituciones nacionales incorporaban ya un catálogo de derechos, siendo conocida la influencia, entre otras, de la Constitución mexicana de 1917 en el reconocimiento de los derechos sociales. Finalmente, a lo largo de la historia de la civilización muchas doctrinas religiosas y escuelas filosóficas han situado a la dignidad humana como eje y motor de su pensamiento, e inspirado verdaderas revoluciones sociales y jurídicas.7

¿Qué hace entonces novedosa a la Declaración Universal?

La Declaración representa el primer instrumento internacional que contiene un catálogo integral de derechos y libertades fundamentales con alcance y pretensión de universalidad adoptado por la comunidad internacional a nivel mundial.

Además, otras características de su texto y su contexto la distinguen, aunque no la separan, del resto de instrumentos que la anteceden; entre ellas: su sencillez; su oportunidad; su evidente ductilidad; su tridimensionalidad (ética, política y normativa); la integralidad y la fuerza expansiva de su contenido, y la significativa evolución de sus efectos jurídicos, pero, sobre todo, el hecho de que ningún otro documento internacional de su naturaleza ha sido debatido de manera tan extensa e intensa por un grupo tan diverso de personas representantes de diversas culturas y tradiciones (particularmente las posiciones occidentales y soviéticas) como lo fue la Declaración desde su gestación hasta su aprobación final.

Como sostiene Antonio Cassese, la Declaración no imita los grandes textos occidentales del pasado, pues no se limita a enunciar un catálogo de derechos individuales, sino que incorpora también derechos con contenido económico y social, y establece algunas garantías para hacerlos operativos.

En conjunto: “es un fruto de varias ideologías: el punto de encuentro y de enlace de concepciones diferentes del hombre y de la sociedad”, de ahí que no pueda considerarse una imposición o un triunfo de Occidente, ni tampoco un instrumento de propaganda política. La Declaración —afirma Cassese— constituye “una victoria de la humanidad entera”, si bien no total ciertamente, con un efecto pedagógico de enorme importancia.

El presente estudio tiene por objeto exponer de manera general las principales características de la Declaración Universal de Derechos Humanos, tanto en su dimensión jurídica

como en su dimensión histórico-política y simbólico-cultural, con objeto de ilustrar, aunque sea de manera breve, la importancia teórica y práctica de un documento que, si bien forma parte de la denominada Carta Internacional de los Derechos Humanos (conjuntamente con los Pactos Interna

cionales de Derechos Civiles y Políticos, y Económicos, Sociales y Culturales de 1966 y de sus protocolos adicionales) y, a la vez, del más amplio corpus del derecho internacional de los derechos humanos, sigue siendo por sí misma un referente necesario, tanto en la evolución del pensamiento y de la conciencia jurídica de la humanidad como del desarrollo progresivo del derecho internacional, en los planos universal y regional.

Ante todo, la Declaración Universal es, desde su adopción, una firme proclama en contra de la tiranía del poder, del abuso y de la guerra; un símbolo de resistencia en contra de todas aquellas acciones y omisiones que caracterizan esa otra realidad infame que amenaza con crudeza despojar de sentido a las palabras, reduciendo a simples papeles los derechos de las personas y a meras promesas los más altos ideales de la humanidad.